
La actividad literaria hidalguense se ha mantenido admirablemente activa en los últimos años. Rafael Tiburcio, uno de sus más destacados exponentes, es un autor que ha explorado diversos géneros con gran aceptación por parte de la audiencia y de la crítica; estudiarle a él, comentar su obra junto a la de otros autores y frente a la tradición, es una manera de atender la pregunta por nuestro papel en el momento histórico actual de las letras mexicanas.
El esfuerzo crítico es una resistencia que reside en la memoria.
Aquí la primera parte de una honda reseña escrita por Aida Padilla en torno a la novela de Rafa Tiburcio, Rabia | Ikari.
Rabia | Ikari : nuestra cara en el espejo
(Primera Parte)
Por Aida Padilla
Oscar Wilde dice en su Prefacio al artista que la aversión del siglo XIX por el Realismo es la rabia de Calibán, ese monstruo shakespeariano aberrante, viendo su cara en un espejo. Podría decirse también que la posible, aunque altamente improbable, aversión que pudiera sentir cualquier lector del siglo XXI por la primera novela de Rafael Tiburcio no sería otra cosa sino la rabia del Calibán posmoderno que todos llevamos dentro contemplando una selfie tomada por equivocación la noche anterior en un estado inconveniente.
Tiburcio nos cuenta la historia de Neko y sus amigos, quienes deciden poner en marcha el proyecto Ikari: una serie de intervenciones con pretensiones artístico-anárquico-radicales en espacios públicos —virtuales y físicos— de su natal Agnosia (Pachuca), ciudad en la que lidian, desde diferentes ángulos y a su particular manera, con la contaminación de la época, entendida en todas sus posibles manifestaciones. El proyecto no es interpretado por la comunidad más que como vandalismo adolescente hasta que una de las siete instalaciones resulta ir demasiado lejos.
Algo como lo del párrafo anterior podría leerse en el apartado de reseñas de la página de cualquier cadena de cines, y me atrevo a resumir de esta manera la trama de una novela que trasciende en muchos sentidos lo meramente anecdótico intentando seguir un poco el juego de Rafa, que suele escribir a veces con recursos extrapolados del ámbito audiovisual, lo que contribuye a que el ritmo de la novela sea muy bueno. Si al principio cuesta un poco de trabajo engancharse, después se vuelve imposible dejar de leer.
Los personajes principales se encuentran, en su mayoría, en la “edad de los inmortales”, es decir, entre los 11 y los 19 años, y esa toxicidad a la que estuvieron expuestos los ha moldeado, los ha hecho lo que son ahora. No sólo se trata de la catástrofe ecológica, de habitar un asentamiento urbano como muchos otros que, en palabras de Neko, parece “sesión de Sim City jugada a lo pendejo”, con fraccionamientos construidos sobre jales y lagunas de cianuro, sino de los problemas y coyunturas sociales, económicas y éticas a los que tiene que enfrentarse una generación que, como escribe Rafa, debe intentar construirse a partir de ruinas, pues ya no tiene, o por lo menos eso es lo que se empeña en creer, ataduras con ninguna tradición; una generación que se siente “post” todo —“post”, ese prefijo lubricante de moda—: “pura cáscara”, como dice el papá de Magali en el libro, hijos de las múltiples crisis, entre ellas la de valores ocasionada tal vez, según teorías de Neko, por las hormonas con las que engordan a los pollos.
Adolescentes post-otakus, vampiros, integrantes de diversas tribus urbanas y demás “fauna contracultural” joven lucha como Dios le da a entender para hacer extraordinario lo ordinario cotidiano, para abrirse espacios de creatividad o libre expresión, porque el caos es siempre preferible al tedio. Adscribiéndose a lo que bien podría catalogarse como neocostumbrismo, Rafa, cual heredero de los pintores del XIX, retrata magistralmente a través escenas características de nuestra época —las pedas en el Cedral, los toquines, las reuniones en el Café Estival— y de diálogos muy bien construidos en los que experimenta a veces con la disposición espacial del texto sobre la página los rituales, las orgías y las inquietudes de estas figuras a las que quizá no se les ha dado aún suficiente visibilidad en la literatura o por lo menos no con resultados tan exitosos como los que Rafa obtiene.
Julio Romano insinuó con mucha razón en el texto con el que presentó la novela hace un par de años que Rabia | Ikari no es tanto la historia de un ingenuo intento de minar, para ampliar límites, la aparente estabilidad de una ciudad dormida en la que hacen falta nuevas perspectivas, aventuras y oportunidades, como la caracterización de una fuerza mucho más abstracta que se encarna en los personajes y se deja sentir también en el ambiente: Tánatos, pulsión de muerte y destrucción. “Reventar la ciudad. Reventar el panorama, el horizonte, el futuro.” Así caracteriza Romano el afán demoledor de los inmortales. “Reventar la ingenuidad. Reventar la serenidad de una Agnosia rayana en la catalepsia, en la catatonía. Reventar todo lo que nos rodea. Reventarse a sí mismo. Reventarlo todo. Reventar aquello que lo reviente todo.” “No era posible que entre tanta estupidez fuéramos inmortales”, dice Neko. “No lo éramos y lo sabíamos. De todos modos nos portábamos como personajes de anime y lo hacíamos justo porque estábamos conscientes de nuestra finitud, de esa filosofía rockera de ‘arder y desaparecer’ en vez de ‘consumirse lentamente’. Era una forma de esquivar al destino hasta donde nos alcanzaran las fuerzas”. No es gratuito que otros escritores hidalguenses de la generación hayan escrito pasajes que remiten a ese mismo impulso. “Revive. Estírate. Sobrevive. No pares. Arrasa con todos, con todo”, escribe Valencia en su nuevo libro, Préndete fuego. “Tú eres una luz que parte la luz. Un rayo que parte el rayo. Velocidad que parte la velocidad en dos, en seis, en nada.” “Corre en tus propias venas y explota en tu propio corazón y siente el empuje y los caballos en tus venas. Cómprate una camioneta. Vuélvete una camioneta. Sé una camioneta negra donde quepa todo el mundo. Y quémala a orilla del camino y escapa…”
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