En la madrugada del miércoles 9 de marzo de 2016, el choque de una masa de aire polar con una masa de aire tropical originó el frente frío número 45 (Comunica UNAM, 2016). Este evento climatológico, producto del encuentro de la decimoprimera tormenta invernal con el fenómeno meteorológico de El Niño[1], provocó fuertes lluvias y vientos, tormentas eléctricas, granizo y nieve en el noroeste, norte, occidente y centro del país. En la Ciudad de México los vientos alcanzaron los 80 km por hora, velocidades que no habían sido registradas en la región en los últimos diez años (Redacción Aristegui Noticias, 2016).
Durante el transcurso de ese miércoles, el Heroico Cuerpo de Bomberos de la Ciudad de México trabajó arduamente para atender los reportes de los impactos que habían tenido estos vientos en los habitantes de la ciudad. Al día siguiente, la mañana del 10 de marzo, las cifras oficiales de las afectaciones provocadas por los fuertes vientos fueron dadas a conocer. El total, 40 lonas desgarradas, 60 coches dañados, 70 espectaculares afectados y 510 árboles derribados (Redacción Aristegui Noticias, 2016). Ningún ser humano resultó lesionado (directamente) por la actividad de estos vientos.
Recuerdo con detalle aquella madrugada. Un fuerte crujir me despertó a la mitad de la noche. Me asomé por la ventana para tratar de identificar el origen del ruido; sin embargo, la fuerte tormenta no me permitía ver nada. Regresé a la cama y permanecí atento a cualquier otro sonido. El fuerte golpeteo de las gotas de lluvia sobre el techo de vidrio y el sonido producido por los bruscos movimientos de las ramas de los árboles me hicieron pensar en las distintas especies con las que compartía mi hogar. Pensé en los zanates y las tortolitas que cada mañana visitan el jardín; pensé en la familia de cacomixtles que ronda el estacionamiento por las noches; pensé en la araña manchada de monte que recién había instalado su telaraña en una esquina del patio. Deseaba que se encontraran bien, que sus capacidades y habilidades les permitieran hacer frente a esta irregular tormenta.
Ya en la mañana, fue fácil identificar el origen de aquel sonido que me había despertado a la mitad de la noche. Uno de los árboles que vivía en el patio de la casa había sido arrancado del suelo por los fuertes vientos de la madrugada. El concreto que rodeaba al árbol se había quebrado en cientos de pedazos, lo que permitía que las raíces emergieran a la superficie. El árbol se había mantenido fijo al suelo gracias a la fuerza de las raíces. El ser en cuestión era un cedro blanco de más de 20 metros de altura y un follaje con un diámetro de 7 metros. Si este árbol se caía mi hogar se vería gravemente afectado.
[1] El fenómeno meteorológico de El Niño es una oscilación que ocurre de manera natural, la cual provoca un aumento en la temperatura superficial del Pacífico Central Ecuatorial, alterando el clima y los ciclos hidrológicos de esta región. El evento de El Niño de 2014 a 2016 tuvo graves impactos en todo el planeta, con África como la región más afectada, donde 60 millones de personas sufrieron hambre y desnutrición debido a las sequías provocadas por este fenómeno.
Daniel Mendizábal Castillo es veterinario y maestro en ciencias por la UNAM, con un enfoque en las áreas de ecología y conservación. Actualmente estudia el doctorado en investigación educativa, donde trabaja con diversidades sexo-genéricas y educación ambiental. Es profesor de educación ambiental a nivel primaria y secundaria; mediante el desarrollo de una granja y un huerto educativo, ayuda a que las y los alumnos conozcan y entiendan la relación con el medio que les rodea y la importancia de cuidar de la naturaleza.
El propósito de este trabajo es cavilar en torno al tema de la verdad y su vínculo con el arte. Ya en Sobre verdad y mentira en sentido extramoral, Nietzsche lanzó, con severidad, sus críticas a la pretensión de establecer un criterio de verdad.
Bajo este tenor, nuestra intención es exponer un punto de contraste a la postura nietzscheana a través de las ideas de Gadamer respecto a la verdad en el ámbito del arte, y más concretamente en la experiencia estética. Para ello, baso mi argumento en el ensayo gadameriano «Palabra e imagen (“Tan verdadero, tan siendo”)», publicado en 1992 y compilado en el libro Estética y hermenéutica.
En concreto, si para Nietzsche el esencialismo es una de las más fatuas aspiraciones de los hombres, en Gadamer nos topamos con una postura diferente, ya que para él el arte «afirma su derecho a la absolutidad porque alcanza más allá de todas las diferencias históricas en el tiempo» (2006: 281), y ello es un punto de diferencia con la postura del pensador decimonónico que desarrollaremos en este trabajo propuesto.
Asimismo, nuestra exposición será ilustrada a través de un poema de José Ángel Valente y una pintura románica que estimamos ponen de manifiesto la sentencia gadameriana de que las obras de arte –poesía, música, pintura, etcétera– «nos invitan a uno solemnemente a demorarse en ellas…» y con ello «dar validez a la pretensión de verdad del arte» (2006: 284).
*Las refencias bibliográficas se encuentran en el documento descargable.
Doctora en Filosofía. Profesora e investigadora de tiempo completo en la Universidad del Claustro de Sor Juana, teniendo a su cargo la dirección editorial de Agnosia. Revista de filosofía de la UCSJ y el Seminario permanente Platea filosófica. Cavilaciones en torno a la Modernidad y sus secuelas. Ha participado en diferentes congresos internacionales. Asimismo, cuenta con publicaciones nacionales y extranjeras. En 2019-2020 realizó una estancia de investigación como PDI en la Universitat de Barcelona.
Me persigue una idea, nacida el momento en el que empecé a relacionarme a un nivel personal con mis estudiantes. Si bien doy clases desde hace una década, no desarrollé una verdadera pasión por esta profesión hasta hace unos tres o cuatro años. Los jóvenes empezaron a importarme: quizás porque yo estaba dejando de serlo, o porque me vi peligrosamente reflejado en ellos. No me gustó pensar en cuán parecidos éramos, a pesar de ser tan distantes en nuestras edades. Porque yo me asumo como lo que fui: un adolescente inspirado, generoso y crítico, pero también anclado en diversos estereotipos con los que construí un mundo que justificaba mis errores. Y desde la observación y el diálogo, descubrí que, a pesar de la ingente cantidad de información que estos jóvenes me llevan de ventaja, no eran diferentes a mi reflejo adolescente: el sexismo, la misoginia, la xenofobia, el racismo y clasismo que identificaron mis errores eran también los suyos. Acaso más pronunciados los de ellos; el arrojo de los argumentos juveniles sí que es mayor en estos tiempos.
Hablamos de una generación, la mía, que se educó tan deficientemente como la de ahora. No aplicaré aquí ese rancio concepto del tiempo pasado que fue mejor, porque no lo era: el pasado era acaso peor que el presente. La ventaja de los adolescentes actuales reside en la discusión pública, hiperbolizada por la inmensidad del internet, sobre lo que antes dábamos por sentado como parte de la normalidad. Esta discusión confronta, de lleno y sin matices, al ser humano con su propio retrato de Dorian Gray: el espejo de la diferencia, de aquello que no aceptamos porque, simplemente, es distinto a lo que consideramos “normal”.
Apelando al sentido común, no tendría que existir demasiada controversia: la realidad evoluciona y todos podemos entender que las prácticas del pasado tienden, naturalmente, a la adaptación o la extinción. ¿Por qué entonces cuesta tanto, en nuestros días, el aceptar que las cosas tienen que cambiar?
No trataré de considerar una respuesta unívoca, sino un cúmulo de posibles razones. La nostalgia es una de las principales: si el pasado que me dio la felicidad se ve amenazado por una mirada crítica que lo vuelva a significar en todas sus dimensiones negativas, mi propia felicidad pasada corre el riesgo de convertirse en un reflejo de esta negatividad. ¿Cómo es posible que eso que me hizo tan feliz pueda ser tan abiertamente nocivo? ¿Por qué pensar que una buena cantidad de capítulos de Los Simpson puede estar cargada de un sardónico racismo y un maniqueísmo moral avasallante? ¿Cómo podría ser sexista y misógina (y clasista y racista y…) una serie como How i met your mother, si es casi el decálogo de mis afectos y personalidades? La obra de Salvador Elizondo o Chuck Pahlaniuk, la música de Ariel Pink, Morrisey o Joaquín Sabina, la izquierda liberal latinoamericana y su raigambre machista y reaccionaria, la derecha genocida que tan bien trató a nuestros padres…el etcétera es largo e incómodo, pero necesario.
Vivimos una o varias vidas apelando a los matices para justificar estas dolencias: la ironía, la incorreción política, la crítica totalitaria y global, la libertad de expresión. Y de tantos justificantes sólo quedó el lienzo rasgado de una bandera ilusoria, esa que promueve la “normalidad” desde la nebulosidad del relativismo, sin entender que el dolor causado por esa misma normalidad puede señalarse, localizarse, nombrarse.
Y aquí entra la “wokepedia”: la construcción de la resistencia ante la normalidad, erigida desde la segmentación de las marginalidades históricamente ignoradas, esas que para nosotros eran parte de un discurso, pero no de la realidad. Empezaron a hablar, a nombrarse: esas mujeres que existieron siempre y gracias a quienes el mundo existe todavía, a pesar de nuestra formación feminicida; esos homosexuales que sólo eran personajes de comedia, ridiculizaciones extremas, villanos de cartón; esas lesbianas que eran el reflejo de un deseo pornográfico ajustado a los estándares inalcanzables de la vanidad; la disidencia de género, de origen, del color de la piel, de nacimiento y clase. El desapego a este país y a este mundo que fuimos todos y que en realidad sólo éramos unos cuantos. Esas voces, multiplicadas y amplificadas por el poder de la banda ancha, llamaron la atención, incomodaron. Y aquello que siempre fue normal, dejó de serlo, para empezar a ser diferente.
Empezaron cambiando el lenguaje, porque las palabras importan; exigiendo su participación en el escenario mundial, porque la imagen es poderosa y la presencia habla por sí misma. Exigieron un pequeño adelanto de esa deuda histórica que será cobrada con o sin nuestro consentimiento. Y no sólo les cambiaron el diseño a tus dibujos favoritos y enterraron a nuestros ídolos de cristal: también te enterrarán a ti, a mí, en la ignominia histórica de la intolerancia, si no logramos entender que aquel que es diferente, también somos nosotros. Desde la empatía más elemental, desde la pertenencia a esta tierra tan decrépita y ardiente, todavía.
Le llaman woke, “haber despertado”, en el pretérito perfecto de mi lengua. Lo denostan millones, lo inspiran muchos, y otros tantos intentamos entender, desde la insuficiencia de las buenas intenciones. Se cree, erróneamente, que su movimiento busca quemar la tierra que pisa, que la cancelación totalitaria de los discursos del pasado es su único objetivo. Estas ideas hablan más de quien las inventa que de aquellos a quienes van dirigidas. No es de cancel culture de lo que hablamos; bien sabemos que esa es solamente otro preámbulo para la impunidad. De lo que sí hablamos es de amplificar el criterio: de observar al pasado y a sus productos culturales y sociales como consecuencias de su origen, de señalar sus defectos y encontrar, si lo tienen, su valor intrínseco, agregándole, a aquello que lo mereciera, el valor de la trascendencia por encima de los matices de su concepción. Y claro, aunque duela, desechar simbólicamente aquello que lo merezca.
Y, aún así, todavía no lo entiendo del todo. No lo he vivido, no lo conozco de primera mano. No creo estar totalmente despierto, ni creo que alguien más lo logre por completo. Siempre caeremos en la incomprensión de la distancia sensible y empírica. Pero lo aprecio porque es parte de este mundo y lo ayuda a evolucionar, a ser más humano, más completo en su esencia vinculante. Porque lo que no soy, también me construye, y lo que no conozco, me permite ilusionarme con todo aquello que puedo ser capaz de saber y de ser. Eliot y Pacheco dijeron:
Dices que repito
Algo que he dicho. Lo diré nuevamente.
¿Lo diré nuevamente? Para llegar ahí,
Para llegar adonde estás,
Para salir desde donde no estás,
Debes ir por un camino en donde no hay éxtasis,
Para llegar a lo que no sabes
Debes ir por un camino que es el de la ignorancia.
Para poseer lo que no posees
Debes ir por el camino de la desposesión.
Para llegar a lo que no eres
Debes ir por el camino en que no eres.
Y lo único que sabes es lo que no sabes….
Y lo único que posees es lo que no posees
Y en donde estás es en donde no estás.
Y yo les creo.
José Antonio Manzanilla Madrid es un profesor de literatura y lenguaje, con un interés especial en las relaciones que establece el espacio literario con la filosofía, las narrativas digitales y la construcción de nuestras diversas identidades. Su última colaboración fue en el libro Inflexiones de la autobiografía. Un proyecto editorial y una generación de escritores mexicanos (ISBN 978-607-441-638-1) con el artículo “El relato de la vida que vale. Salvador Elizondo y su autobiografía precoz”.