Rabia | Ikari : nuestra cara en el espejo (Segunda Parte)

La actividad literaria hidalguense se ha mantenido admirablemente activa en los últimos años. Rafael Tiburcio, uno de sus más destacados exponentes, es un autor que ha explorado diversos géneros con gran aceptación por parte de la audiencia y de la crítica; estudiarle a él, comentar su obra junto a la de otros autores y frente a la tradición, es una manera de atender la pregunta por nuestro papel en el momento histórico actual de las letras mexicanas.

El esfuerzo crítico es una resistencia que reside en la memoria.

– Editorial

 

  Rabia | Ikari : nuestra cara en el espejo

(Segunda Parte)

Por Aida Padilla

 

Escapar: la actividad más recurrente de los personajes de Rabia. Neko y Mutsumi-Chan (Magali) escapan de la ciudad para intentar construirse una nueva vida, los inmortales evaden la realidad por medio del alcohol y otras drogas, Sebastián senséi se suicida. En el terreno de los lazos interpersonales las cosas no son muy diferentes. “Las relaciones para nosotros consistían en esa batalla, hit and run, coge y huye”, dice Neko.

En una sociedad en la que, como apunta Focko, “Las personas se juntan para coger diario, para dormir calientitas” y “el resto es plusvalía” no hay lugar para conexiones profundas. Se vive, utilizando una imagen de Gorostiza, en islas de monólogos sin eco en las que la empatía, los puentes de comunicación y el respeto al otro —familia, “amigos”, comunidad, pareja— ceden ante la satisfacción de necesidades personales que no son generalmente más que caprichos egoístas. “Fingir una sonrisa, hacerles creer que me importaban, o que yo a ellos. La vida, un simulacro.” Es justo esa actitud la que ocasiona el accidente en el café, que puede considerarse como el punto de quiebre más importante del personaje principal.

La resaca espiritual y moral que ese acontecimiento produce reclaman un reacomodo axiológico: si ya desde el principio Neko había sustituido al ángel y al demonio, figuras de la iconografía arquetípica de la conciencia, por un Sócrates y un Diógenes de bolsillo que se ajustaban, según él y sus amigos, un poco más a las necesidades contemporáneas, estos terminan siendo a su vez destronados por un Andrés Puente y una Tatiana cuyo único imperativo parece ser “Agita una mano  agita ahora un pie  agita la otra mano y también el otro pie…”

Rafa asegura que le fallaron los cálculos, que, como bien dijo Romano, más que sobre la rabia, la novela es sobre la melancolía. Un Hugo García Terreros (Neko), adulto fracasado promedio con un montón de heridas, sueños frustrados y anécdotas a cuestas, se acuerda de sus épocas de inmortal; de aquellos días en los que todavía pensaba en desestabilizar, en sacudir al mundo con el proyecto Ikari que, como él mismo en retrospectiva afirma, no pasó de ser nunca “una crítica generacional a fin de cuentas mal lograda”. “La edad reduce la furia”, dice Valencia en Los desmemoriados, otro de los relatos de Préndete fuego. La edad tal vez no reduzca exactamente la furia. Quizá sólo la fermente, la encierre en camisa de fuerza en algún rincón oscuro del inconsciente y la amordace reduciendo sus manifestaciones exteriores, educándola en la falsa templanza de cuerpo pa’ fuera. En el relato de Alfonso, el personaje que narra bien podría ser cualquiera de los de la novela de Tiburcio, examinándolo todo en retrospectiva. “Hacemos memoria de la locura y el ruido que acompañan el ímpetu atroz de querer crecer y construir la vida con lo que no siempre está al alcance”, dice. “Sueños que no reparan en la necesidad imperdonable de talento y disciplina. Éramos jóvenes promesas y ahora no somos más que adultos contemporáneos, jóvenes maduros cuyos tatuajes los alejan del promedio, pero nada más. Nada del brillo especial que resplandecía con el nacimiento del milenio. No supimos ser la generación de la nueva era, caray. No dimos lo necesario para ponerle nuestros nombres en letras de oro a la pinche vida.”

Los caminos se van trazando y atrás quedan inevitablemente “las cosas que no sucedieron” —por utilizar una expresión extraída del título del primer libro de Valencia—. Un parpadeo y ¡Pum!: la juventud, junto con ese horizonte abierto a infinitas posibilidades, se esfuma. Queda la nostalgia y la esperanza de que el resto no sea sólo una de esas codas largas y aburridas que ya a nadie le interesa oír.

“La ficción suele ser una metáfora de la realidad”, dijo Rafa tras recibir el Premio Estatal de Cuento Ricardo Garibay en 2014. A pesar de estar ambientada en una Agnosia pre Arco Norte en la época en que “los cárteles de la zona apenas empezaban su agencia de seguridad micro empresarial”, en la que todavía no había internet “hasta en los relojes de pulsera” y en la que “las baterías de los autos eléctricos sólo eran especulaciones en tesis universitarias”, la novela de Tiburcio recrea sin duda un ethos aún vigente. Esa fue la época que nos vio crecer a todos los que ahora tenemos veintitantos o más, los que nacimos antes del nuevo milenio.

Leer la novela de Rafa es de verdad como entrar a un laberinto de espejos. ¿Cuál es el chiste entonces de vernos la cara, si no es que también las entrañas, reflejadas en la literatura? Por un lado, enterarnos de cosas de nosotros mismos de las que aún no estábamos al tanto; por el otro, tratar de llevar a un siguiente plano el infinito proceso de consumación de la obra. La novela, como cualquier todo finito, es una unidad (in)completa que necesita ser complementada por lo otro externo a ella, por un lector que debe ser en realidad, como decía Novalis, el autor ampliado y la encarnación de otro eslabón de la cadena reflexiva, de otro momento en el despliegue del Espíritu.

El ideal sería una suerte de sistema nutricio recíproco: el acercamiento crítico del lector a la obra contribuye al autoconocimiento, pero es también sólo a través del encuentro con el lector que la obra en sí se autoconoce, se enriquece y se actualiza.

Un consejo quizá subjetivo, quizá visceral: háganse un favor y denle una oportunidad a la novela de Rafa, pero ábranse de verdad a todo lo que tiene que ofrecer. Como toda obra digna de navegarse, Rabia | Ikari es un crisol, un caldero mágico. Sin duda algo interesante habrá de revelársele a quien apueste por beberse el contenido.

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Ver Rabia | Ikari: nuestra cara en el espejo (Primera parte)

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Rabia | Ikari : nuestra cara en el espejo (Primera Parte)

La actividad literaria hidalguense se ha mantenido admirablemente activa en los últimos años. Rafael Tiburcio, uno de sus más destacados exponentes, es un autor que ha explorado diversos géneros con gran aceptación por parte de la audiencia y de la crítica; estudiarle a él, comentar su obra junto a la de otros autores y frente a la tradición, es una manera de atender la pregunta por nuestro papel en el momento histórico actual de las letras mexicanas.

El esfuerzo crítico es una resistencia que reside en la memoria.

Aquí la primera parte de una honda reseña escrita por Aida Padilla en torno a la novela de Rafa Tiburcio, Rabia | Ikari.

 

 

  Rabia | Ikari : nuestra cara en el espejo

(Primera Parte)

Por Aida Padilla

 

 

Oscar Wilde dice en su Prefacio al artista que la aversión del siglo XIX por el Realismo es la rabia de Calibán, ese monstruo shakespeariano aberrante, viendo su cara en un espejo. Podría decirse también que la posible, aunque altamente improbable, aversión que pudiera sentir cualquier lector del siglo XXI por la primera novela de Rafael Tiburcio no sería otra cosa sino la rabia del Calibán posmoderno que todos llevamos dentro contemplando una selfie tomada por equivocación la noche anterior en un estado inconveniente.

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Tiburcio nos cuenta la historia de Neko y sus amigos, quienes deciden poner en marcha el proyecto Ikari: una serie de intervenciones con pretensiones artístico-anárquico-radicales en espacios públicos —virtuales y físicos— de su natal Agnosia (Pachuca), ciudad en la que lidian, desde diferentes ángulos y a su particular manera, con la contaminación de la época, entendida en todas sus posibles manifestaciones. El proyecto no es interpretado por la comunidad más que como vandalismo adolescente hasta que una de las siete instalaciones resulta ir demasiado lejos.

Algo como lo del párrafo anterior podría leerse en el apartado de reseñas de la página de cualquier cadena de cines, y me atrevo a resumir de esta manera la trama de una novela que trasciende en muchos sentidos lo meramente anecdótico intentando seguir un poco el juego de Rafa, que suele escribir a veces con recursos extrapolados del ámbito audiovisual, lo que contribuye a que el ritmo de la novela sea muy bueno. Si al principio cuesta un poco de trabajo engancharse, después se vuelve imposible dejar de leer.

Los personajes principales se encuentran, en su mayoría, en la “edad de los inmortales”, es decir, entre los 11 y los 19 años, y esa toxicidad a la que estuvieron expuestos los ha moldeado, los ha hecho lo que son ahora. No sólo se trata de la catástrofe ecológica, de habitar un asentamiento urbano como muchos otros que, en palabras de Neko, parece “sesión de Sim City jugada a lo pendejo”, con fraccionamientos construidos sobre jales y lagunas de cianuro, sino de los problemas y coyunturas sociales, económicas y éticas a los que tiene que enfrentarse una generación que, como escribe Rafa, debe intentar construirse a partir de ruinas, pues ya no tiene, o por lo menos eso es lo que se empeña en creer, ataduras con ninguna tradición; una generación que se siente “post” todo —“post”, ese prefijo lubricante de moda—: “pura cáscara”, como dice el papá de Magali en el libro, hijos de las múltiples crisis, entre ellas la de valores ocasionada tal vez, según teorías de Neko, por las hormonas con las que engordan a los pollos.

Adolescentes post-otakus, vampiros, integrantes de diversas tribus urbanas y demás “fauna contracultural” joven lucha como Dios le da a entender para hacer extraordinario lo ordinario cotidiano, para abrirse espacios de creatividad o libre expresión, porque el caos es siempre preferible al tedio. Adscribiéndose a lo que bien podría catalogarse como neocostumbrismo, Rafa, cual heredero de los pintores del XIX, retrata magistralmente a través escenas características de nuestra época —las pedas en el Cedral, los toquines, las reuniones en el Café Estival— y de diálogos muy bien construidos en los que experimenta a veces con la disposición espacial del texto sobre la página los rituales, las orgías y las inquietudes de estas figuras a las que quizá no se les ha dado aún suficiente visibilidad en la literatura o por lo menos no con resultados tan exitosos como los que Rafa obtiene.

Julio Romano insinuó con mucha razón en el texto con el que presentó la novela hace un par de años que Rabia | Ikari no es tanto la historia de un ingenuo intento de minar, para ampliar límites, la aparente estabilidad de una ciudad dormida en la que hacen falta nuevas perspectivas, aventuras y oportunidades, como la caracterización de una fuerza mucho más abstracta que se encarna en los personajes y se deja sentir también en el ambiente: Tánatos, pulsión de muerte y destrucción. “Reventar la ciudad. Reventar el panorama, el horizonte, el futuro.” Así caracteriza Romano el afán demoledor de los inmortales. “Reventar la ingenuidad. Reventar la serenidad de una Agnosia rayana en la catalepsia, en la catatonía. Reventar todo lo que nos rodea. Reventarse a sí mismo. Reventarlo todo. Reventar aquello que lo reviente todo.” “No era posible que entre tanta estupidez fuéramos inmortales”, dice Neko. “No lo éramos y lo sabíamos. De todos modos nos portábamos como personajes de anime y lo hacíamos justo porque estábamos conscientes de nuestra finitud, de esa filosofía rockera de ‘arder  y desaparecer’ en vez de ‘consumirse lentamente’. Era una forma de esquivar al destino hasta donde nos alcanzaran las fuerzas”. No es gratuito que otros escritores hidalguenses de la generación hayan escrito pasajes que remiten a ese mismo impulso. “Revive. Estírate. Sobrevive. No pares. Arrasa con todos, con todo”, escribe Valencia en su nuevo libro, Préndete fuego. “Tú eres una luz que parte la luz. Un rayo que parte el rayo. Velocidad que parte la velocidad en dos, en seis, en nada.” “Corre en tus propias venas y explota en tu propio corazón y siente el empuje y los caballos en tus venas. Cómprate una camioneta. Vuélvete una camioneta. Sé una camioneta negra donde quepa todo el mundo. Y quémala a orilla del camino y escapa…”